A veces nos vemos abrumados, o incluso totalmente desbordados por nuestras emociones. Podemos llegar a perder el control durante un enfado, o deshacernos en lágrimas por algo aparentemente tonto, y en muchos casos este desbordamiento emocional, del tipo que sea, trae un sentimiento de vergüenza, de inadecuación o incluso de culpa. Yo a su vez veo estas situaciones cargadas de potencial, algo que nos sacude, que llama a gritos nuestra atención tratando de decirnos algo. Me imagino a alguien agitándome, diciendo: ¡despierta! ¡despierta!
En nuestro día a día es muy fácil caer – y mantenernos – en “piloto automático”, sin prestar especial atención a cómo nos encontramos, cómo nos sentimos, qué podemos necesitar o echar en falta… e ignorar infinidad de estímulos “irrelevantes” o que no consideramos suficientemente importantes para atender, o no tenemos tiempo de hacerlo en ese momento, y queda difuso, olvidado incluso. Esto es prácticamente inevitable y en parte podría decirse que muy funcional, dadas las exigencias que afrontamos en la cotidianidad, los horarios estrictos y ajetreados, las obligaciones y compromisos, etc. Sin embargo, puede tener un alto coste, que puede tomar múltiples formas; la que nos ocupa, es una de las más benignas.
Las atendamos o no, las emociones que transitamos a lo largo del día, la semana, el mes… afectan enteramente nuestra experiencia, siendo una especie de filtro en la lente a través de la cual percibimos la realidad. De hecho, en la medida que las atendemos somos mucho más conscientes del filtro que ocupa nuestra lente en cada momento y de cómo esta cambia según nuestro estado anímico, nos encontramos en mayor conexión y coherencia con nosotros mismos, podemos atender nuestra necesidad de cada momento y estar mejor con ello. Es cuando no las atendemos, las censuramos, les quitamos validez, las reprimimos… que perdemos consciencia de ellas y olvidamos que la lente a través de la cual miramos el mundo no es neutral, está teñida; y nos pueden afectar sobremanera muchas cosas. Diría que esta respuesta emocional “exagerada” es el resultado de emociones sometidas a presión, que no han podido fluir y expresarse con normalidad cuando nacieron.
Pensemos por ejemplo en el enfado: imaginemos una situación que nos irrita, algo que nos molesta, pero no decimos nada. No tenemos confianza o, pensamos que es una tontería, es algo que no nos debería molestar. Esa situación se alarga, o se da otra molestia, y nuestra irritación crece. Seguimos pensando que no nos debería molestar, quizás incluso sentimos aún más enfado e irritación por el simple hecho de sentir irritación en un primer lugar, llegando un punto que estamos de muy mal humor, imagina que estando así, alguien te señala algo que debías hacer y no has hecho, o algo que has hecho mal. ¿Te imaginas cómo sería tu respuesta? ¿Te enfadarías mucho? ¿Crees que te enfadarías si en lugar de así hubieras estado en un estado relajado? Dependerá de más cosas, claro; pero esto tendrá una influencia clara.
Como decía, es muy fácil caer, sin darnos cuenta, en no permitirnos sentir muchas cosas, no procesarlas e integrarlas en nuestra experiencia total; y esto paradójicamente genera un efecto mayor, más descontrolado y potencialmente destructivo. Digamos que las emociones desagradables también tienen su razón de ser, una función… y no se diluyen o pasan hasta que la cumplen, pudiendo enquistarse aquellas veces que nos resistimos a ellas, porque “no nos gusta estar tristes”, porque “está mal enfadarse”, son algunos ejemplos de condicionantes limitadores que podemos encontrar en nuestra experiencia emocional.
Así, quitándole valor o validez a experiencias emocionales bien porque “no tienen importancia” o, “no tenemos tiempo para esto” es que se va acumulando esa carga emocional, hasta que se da lo conocido por la gota que colma el vaso. Y de repente, nos vemos llorando por un momento de torpeza que hemos tenido, porque estamos agotadas, exhaustos de ser fuertes y poder con todo, y que nada nos afecte. O más bien de convencernos de ello…
Es importante – a la par que difícil – hacernos cargo de nuestras emociones. Y con ello no me refiero sólo a la forma que tenemos de expresarlas, que es otro quebradero de cabeza; sino a cómo nos permitimos (o no) experimentarlas, sentirlas, vivirlas mientras nos habitan. Las emociones son esencialmente el motor de la vida, los colores de nuestras experiencias… y en general puede ser difícil hacernos cargo de aquellas que resultan desagradables, porque por desgracia no nos han enseñado mucho sobre esto, o incluso nos han enseñado a lo contrario (probablemente con toda la buena intención del mundo), a no enfadarse, a no estar tristes… pero esto como ya sabrás, no es posible, estas emociones forman parte de la vida tanto como respirar o amar.
Y, de no transitarlas, de esquivarlas mientras puedas acaba dándose ese episodio de llanto descontrolado y “sin motivo”, ese enfado explosivo, esas noches que das mil vueltas en la cama y te es imposible dormir, atracones de comida, días y días de no hacer nada aunque tengas muchísimas obligaciones… y que como decía puede ser un llamado al despertar, a atender de verdad qué nos está ocurriendo, qué o cuánto llevamos acumulando sin darnos cuenta, cómo estamos, qué necesitamos. Hay veces que tarda tanto en llegar, o tardamos tanto en decidir atenderlo, que para cuando miramos es una montaña a la que ni vemos la cima. Esto puede ser paralizante, te sientes demasiado pequeño e indefenso, mirar nuestras inquietudes de frente genera mucho malestar. Para esto, el acompañamiento terapéutico aporta a muchas personas el apoyo necesario para poder hacerlo, con una mirada ajena novedosa cargada de curiosidad, ternura y respeto, que facilita transitar todo aquello que nos negamos transitar en su momento, por miedo, incapacidad, inconveniencia… encontrando su lugar y aportándole sentido, de forma que se pueda trascender y transformar, primero, desde su aceptación.
No hace falta que te disculpes por llorar, las lágrimas son bienvenidas.
Personalmente, estos llamados al despertar (me llevaran o no a terapia) cuando volvía a la calma me ayudaban a reflexionar, a tomar consciencia de lo que se movía en la profundidad y sí se podía corresponder con la intensidad de mi respuesta emocional. Considero que la terapia sienta unas bases sólidas y necesarias para ejercitar esa consciencia, esa mirada atenta y sin juicio que nos permite ver más allá de esa superficie, a veces aparentemente absurda o exagerada. Incluso a atender sin necesidad de alcanzar esos extremos, puesto que con la práctica se agudiza y ayuda a estar en consonancia, más conscientes y por tanto más en paz; que, en mi opinión, relaciono directamente con estar satisfecha y la felicidad, incluido llorar, o enfadarse a veces.