La ciudad triste

Aparentemente todo es igual en Valencia capital tras el paso de la DANA. Pero nada lo es.

Hace casi tres semanas, sufrimos una DANA. Las poblaciones que rodean mi ciudad, Valencia, por el sur, quedaron arrasadas por la fuerza del agua. Están muy cerca, de hecho vamos caminando. Y aquí en mi ciudad, un turista diría que no ha pasado nada. Aparentemente, todo sigue (casi) igual. La ciudad funciona, se mueve a su ritmo, vibra, el ajetreo continúa, los negocios abren, la gente parece seguir con su vida habitual. Sin embargo, si en lugar de mirarla, la sentimos, notaremos que la ciudad está distinta. La ciudad está triste.

Y es que la tragedia cambia muchas cosas. Las pérdidas humanas parecen detenerse por fin en su conteo (219 por el momento), las materiales son tan inmensas que parecen imposibles de cuantificar, y otras como el horror, el miedo, la desesperanza, la decepción, la rabia, la vulnerabilidad, la indefensión, la tristeza… ¿Quién podría nunca llegar a medirlas?

Se dan escenas que ahora son cotidianas y hace apenas dos semanas habrían sido impensables. Circulan por la ciudad coches impolutos, mezclados con otros embadurnados de barro, que vienen de ayudar en las zonas afectadas. Junto a los contenedores, encontramos zapatillas deportivas destrozadas, botas de montaña tan llenas de barro que están inservibles. Por la calle nos cruzamos con furgonetas con letrero de Ayuda Humanitaria. En el autobús, en los bares, en las tiendas, se mezcla la población afortunada, (mucha de ella con la mirada perdida, sobre todo los primeros días), con personas manchadas de barro de pies a cabeza, que han pasado el día entregando su cuerpo y su tiempo voluntariamente a las inacabables tareas de limpieza. Todo parece igual, pero no, nada lo es. A muy pocos kilómetros, el paisaje es dantesco, de guerra, destrucción y caos. Hay un puente que separa la normalidad, del infierno. Y es extraño habitar la ciudad como si nada.

¡Se nos mueven tantas cosas! Tristeza, miedo, vergüenza, culpa… Culpa que se mueve, entre otras cosas, cuando no sabemos ya qué hacer con el dolor que sentimos… Culpa y vergüenza, asociadas muchas veces con el dolor del otro.

Y es que si algo se ha movido también tras esta catástrofe, ha sido la conexión con otros. La movilización ciudadana ha sido increíble, las personas voluntarias se cuentan por miles, especialmente la gente joven. Se ha movido la empatía, la solidaridad, la compasión, la generosidad, el altruismo, el esfuerzo para el otro y para el bien común, las ganas de ayudar. Y hemos recordado algo que ha flotado por encima del fango: las personas nos necesitamos unas a otras. Todas. Sin ayuda, esta situación es insalvable. Así que hemos podido vibrar y reaccionar, gracias a que nos sentimos impactadas por lo que sucede a otras personas, aunque sean desconocidas. La ciudad, impoluta, impecable, afortunada, ha vibrado con tristeza por el dolor vecino. Y ese vibrar nos ha movido.

Por eso es tan llamativo el cambio emocional. Los autobuses circulan, sí, pero la gente va en silencio, y éste se hace denso y pesado cuando sube una persona embarrada. La gente ríe menos. Me decían hace poco ¿Has notado que no hay chistes, que no hay memes? el dolor es tan grande que hasta el humor parece atragantarse. Y hay una amabilidad desconocida, también. La ciudad está amable, tierna, paciente, considerada. La gente se disculpa, es amable, cede el paso, sonríe levemente al desconocido, hay tacto y cuidado en cómo nos tratamos. Esto es hermoso.

Seguirá la vida, la ciudad recupera poco a poco su color (aún no, aún es pronto). Vendrán sensaciones distintas, ojalá sepamos mirarlas, sentirlas y reconocerlas todas. La ciudad, triste y amable, respira y despierta. La tristeza nos ha unido.

El dolor compartido como un lugar de encuentro.

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