Cuando una persona acude por primera vez a terapia, rara es la vez que no llega nerviosa, angustiada, preocupada y muchas veces con sentimientos de derrota o vergüenza por no “haber podido resolver la situación por la que pasa ella sola”.
Esa primera visita es una novedad tanto para la persona que viene a pedir ayuda, como para el terapeuta o psicólogo que la recibe. O al menos para mi es así. Incluso lo es con personas que ya llevan tiempo viniendo a terapia. Esos segundos que pasan desde que la persona llama a la puerta hasta que se produce el encuentro, están dotados casi siempre de carga emocional, y con ella, con la dosis de emoción inundándome, abro la puerta con cierto deseo de que “todo vaya bien”. No se si nos vamos a “caer bien”, si mi imagen y la de mi centro se corresponden con la idea que trae la persona, y si no es así, si ha quedado sorprendida para bien o para mal. Me quedo con toda esa incertidumbre que sé que en algún momento me será útil para entender a quién tengo delante.
Por fortuna, hasta llegar a mi sala, hay un largo pasillo que me permite darme un tiempo para ver cómo me siento con la energía que trae el o la paciente. Así pues, dejo pasar educadamente mientras informo de que vamos a la sala del fondo, “allí donde está la luz”. No es una frase preparada, pero me doy cuenta de que la repito con frecuencia (no siempre en voz alta) en las primeras visitas y quizá sea porque espero y a la vez invoco para que esto sea así, que consigamos dar luz a la situación que está trayendo a esta persona a mi consulta. Todos mis sentidos puestos, todos mis receptores atentos para ver qué es lo que hay que recoger, dónde están los puntos fuertes de la persona en los que nos podamos apoyar para sostener la situación.
Nos sentamos. Enfrente. Cara a cara. Una vez acomodadas en los sillones, me gusta empezar sin prisa por mi parte. Dejo que la persona me cuente lo que necesita mientras estoy atenta a cómo su discurso y su presencia impactan en mi cuerpo. Estoy atenta a cómo respiro, a cómo mis músculos se tensan o relajan. A si afloran lágrimas en mis ojos al percibir su sufrimiento. A si me siento anestesiada. Busco con y para ella qué ocurre, qué nos es comprensible, qué nos hace sentirnos perdidas, confusas o hundidas… yo no sé más de ella que ella misma, pero sé cómo buscar para que juntas encontremos las claves de lo que está ocurriendo. Al igual que un fontanero, dentista, profesor de inglés, o cualquier otro profesional, yo conozco las técnicas, las generalidades, tengo incluso las herramientas preparadas, pero necesito que la información específica, el detalle, saber cómo resuenan las cosas, me lo aporte la persona que lo está viviendo, la persona que de algún modo está sufriendo. Soy consciente de la dificultad que esto trae para mucha gente. Somos capaces de pedir ayuda a muchos profesionales, sabiendo que ellos están preparados para escuchar nuestra necesidad (fontanero, dentista…) pero con las cuestiones relativas a las emociones, parece como si tuviéramos que ser capaces de lograrlo “solos”.
Intento crear un entorno lo suficientemente seguro como para que la persona se pueda permitir crecer de forma sana… como si fuera un útero materno en el que hay calidez, bienestar y afecto, conocedora también de que es necesaria una desnudez emocional, y como tal, es imprescindible ser delicado para que la persona que se está abriendo no se sienta forzada ni avergonzada, sino “desnudándose” por deseo propio. A partir de ahí, de asegurarme de que se cumplen esas condiciones básicas, me puedo permitir confrontar/contrastar con las ideas o sentimientos que trae el o la paciente. Esto es delicado porque tantas y tantas veces, la propia persona batalla contra esos sentimientos o pensamientos, por lo que nunca he sentido útil echar “más leña al fuego”:
“Si está claro que no me conviene esta relación de pareja, llevo un año intentando dejarla, y siempre vuelvo a caer en lo mismo…”
“Ya no puedo más con este niño, me tiene absorbida totalmente”
“Han pasado 3 años desde que murió mi madre y aún lloro por las noches”
“No puedo soportar los celos que siento del compañero de trabajo de mi mujer, esto está rompiendo mi matrimonio”
“He de ser más fuerte, todo el mundo me lo dice, lloro por todo, no sé qué me pasa”
“Necesito el coche para ir a trabajar, pero cada vez que me siento al volante me da una crisis de ansiedad ¡Qué cosa más tonta! ¡Yo que siempre he ido y he vuelto a donde he querido!”
Acepto, escucho de forma consciente y me pongo a disposición del proceso que empieza.